VIDAS

Liborio justo: la aventura permanente 



Muy poco tiene que ver este hombre con la atmósfera melancólica del café Tortoni. Iguales destrozos haría un elefante en un bazar, o un tigre en una boutique. Sus parámetros están en la selva chaqueña, en los mares australes, en la Patagonia. Con todo, una esmerada educación burguesa lo torna potable: ¿para qué tirar abajo el Tortoni? Es una clara tarde de octubre, sábado a las seis, precisamente, y Liborio Justo no toma el té: prefiere una gaseosa que se eterniza, humillada, en su mesa. Ni café, ni té, ni cigarrillos; según parece, ha desistido de toda narcosis, aún de aquellas convencionalmente admitidas. Es que de un modo curioso subsisten en él, a los 70 años, el rebelde y el revolucionario, dos estados casi excluyentes a menos que se trate, como dice Justo, de un argentino típico.

En fin, los más inocentes hábitos burgueses –café, tabaco- encierran para él la potencia de corrosivos mayores. Después de todo, no en vano se ha sido trotskista, no se han firmado libelos y artículos combativos con un seudónimo áspero como lo es el de Quebracho. Tampoco en vano se es el hijo del ex presidente Agustín P. Justo. Como se sabe, la fastuosa oligarquía porteña educaba a sus retoños para que fueran doctores o dandis, no revolucionarios. Y menos, adictos a Trotsky. El joven Liborio, como él mismo dice, dejó los sueños adolescentes para quebrar el encanto de su clase; pero antes debió abordar la aventura y salir al mar, emulando quizá a Jack London, arquetipo juvenil, primer escritor proletario de América. Cuando abandonó la carrera de Medicina en tercer año para embarcarse en una goleta, sus padres creyeron que se trataba de una travesura.

“¿Cómo podía entenderme esa gente –dijo hace dos sábados, refiriéndose a su familia- metida, como estaba, en los límites de las aspiraciones palaciegas? En las épocas doradas del presidente Justo no podía moverme sin llamar la atención; la gente decía: Ahí va  el hijo de Justo; ¡un tiro al aire!” En 1936 –plena presidencia de su padre –la Conferencia Interamericana de Paz elige una sede complaciente, y Franklin Delano Roosevelt viene a celebrarla a Buenos Aires. Liborio rubrica entonces las maledicencias con un escándalo memorable: con el grito de “¡Abajo el imperialismo!” interrumpe el discurso de Roosevelt; el desafuero se escucha en cadena a través de todas las radios del país, y el iconoclasta, naturalmente, va preso: había ofendido a la democracia.

Es un tiempo de cambio, y Liborio Justo está  a punto de abrazar  la Cuarta Internacional, una decisión seria para quien ya no es un muchacho. Pocos años más tarde Trotsky moría en México bajo la piqueta fanática de Ramón Mercader. La incorporación de Justo al movimiento se hace efectiva a través de la Liga Obrera Revolucionaria, en el seño de la cual el hijo del presidente edita un periódico explosivo: Lucha Obrera. La militancia en el trotskismo cumple el ciclo de un breve romance, y en 1943 Liborio termina con la Cuarta Internacional. El proceso de ruptura ha sido duro y Justo busca la soledad del Delta entrerriano; quiere meditar, talar árboles y enfrascarse en el sueño de la física atómica. Paradójicamente, reproduce la hazaña de un hombre al que admira y detesta al mismo tiempo: Horacio Quiroga. “Después –dice-, otro día, hablaré con ustedes de Quiroga; un tipo raro, desagradable…”. Prefiere narrar antes su ostracismo romántico en las islas del Ibicuy; destierro que coincide con la muerte de su padre y con el advenimiento de la revolución militar del 4 de junio de 1943.

“Tuve en mi vida serias rachas de soledad; temporadas en las que me convertía en topo para verme dentro. Los años en las islas fueron ásperos y solitarios. Yo estaba desilusionado con el movimiento político en la izquierda y debía repensar todo el curso de los acontecimientos para ubicarme en el punto exacto del proceso”.

Ocupado en plantar salicáceas, Justo trabajó como un peón, y hoy se jacta, con algún pudor, de haber acarreado por día unos cinco mil kilos de rollizos, secciones de madera tallada que  se embarcaban rumbo a los aserraderos santafecinos y porteños. El retiro completó de alguna manera la idea “universal” que Liborio tenía del hombre moderno desde su juventud: “Trabajador físico, pensador, manufacturero… Ser político, en síntesis como lo eran los grandes artistas del Renacimiento. La burguesía capitalista, mediante el sistema de la división del trabajo, desmembró la totalidad activa del individuo arrojándolo a la especialización alienante. La revolución –se entusiasma- nos remitirá al verdadero destino”. El suyo, al menos en los tiempos del Delta, consistió en ampliar la gama de sus inquietudes hasta abordar los misterios atómicos “en tiempos inmediatamente anteriores al crimen de Hiroshima”. Esa estadía de siete u ocho años lejos de Buenos Aires y del gobierno de Perón se traduce en un libro de narraciones sobre la vida en el Delta. El libro se llama Río abajo,  y con La tierra maldita compone sus único trabajos exclusivamente literario; todo lo demás es tarea política, interpretación histórica, en sayos críticos y una autobiografía (Prontuario) que sugiere vagamente el modelo trotskista de Mi vida. En 1955 resuelve abandonar el paraíso y recala otra vez en Buenos Aires, “esta ciudad odiada y querida, de la que siempre esperé algo son que eso se produjera hasta ahora”.

¿Y Quiroga? ¿Era un fanático, un loco enfermo de orgullo? Justo intenta evitar el episodio: lo zamarrea, o esconde, pero nunca del todo; sutilmente exhibe un extremo tienta. La historia jamás se elucidará cabalmente; las maniobras de ocultamiento escudadas en una presunta traición de la memoria parecen ser uno de sus fuertes. “En principio –dice- yo admiré al Quiroga cuentista y el escribí cartas manifestando este sentimiento. Me recibió un día en su chalet de Vicente López y allí conversamos toda una tarde; estaba espectacular, vestido a la usanza del momento, que aquí resulta obviamente extravagante; me refiero a esa casaca de gamuza llena de cordeles y a las botas altas… Otra cosa que me pareció excesiva fue la decoración del chalet: paredes llenas de pieles de víboras, cabezas de animales disecados, escopetas, sables… Y después, claro, él mismo. Hablaba de literatura y de oficios manuales, pero más de literatura, y en ningún momento demostró el menor interés por las cuestiones políticas. En ese sentido era un indiferente; con todo, esa primera entrevista fue amable, grata. La segunda desbarrancó definitivamente la imagen que yo me había formado de él y terminó con el mito. Esta vez fue en San Ignacio, en los montes, donde Quiroga vivía a sus anchas, como un diablo temido por sus rarezas y sortilegios. Fui a parar entonces al bungalow, invitado por su dueño con el objeto de que viviera allí una temporada. Pero ocurrió lo que no esperaba. Desde el primer día Quiroga se pavoneó ante mí haciendo gala de su talento literario y mostrándome como un maestro del que yo, presuntamente su alumno, tenía todo que aprender. Y luego, de golpe, caía en crisis de hosquedad; huraño y gruñón, comían sin hablar, sin dirigirme la palabra, y así era capaz de pasarse 24 horas como si yo y su mujer –su segunda mujer- no existiéramos. Hubo, además, otras cosas… Costumbres en él que me parecieron detestables y que no merecen ser nombradas. Era, digamos, lo más desagradable que yo había visto hasta entonces; sí, verdaderamente desagradable…”

Y en eso se pierden cuatro días en Misiones con el excéntrico Horacio Quiroga; Justo no agregaba una palabra más y concluye con adjetivos vagos, preñados de promesas. No deja de exaltarse, en cambio, con sus viajes y particularmente con las estadías que cumplió en Estados Unidos, país que visitó tres veces hasta que Nueva York lo atrapó casi por medio año. “A los veinte y dos fui a París –comenta-, porque la idea de la ciudad intelectual, política y artística me fascinaba, pero cuando llegue a París no era el París que yo había soñado”.

“Nueva York, en cambio –puntualiza-, bullía con las multitudes políticas afectadas por la crisis del 29. en la página 80 de su autobiografía (Ediciones Gure, Buenos Aires, 1956) Justo subraya en un párrafo hiperbólico su primer mes en la ciudad: Pasé en Nueva York un mes grandiosos de soledad, ebullición de ideas, ímpetus incontenibles y proyectos desmesurados. Como nunca sentí allí, entonces, acrecentarse en mí la ambición de crear cosas gigantescas.

Dos años más tarde volverá a la ciudad que tanto lo fascina y su arribo coincidirá con una huelga textil que conmovía al país entero. Liborio vive entonces en las proximidades del Village, ese rico pastel de rarezas que desafía a Montmartre. “Por esa época me empleé como red builder para vender por las calles el Daily Worker, que era el único diario de tendencia obrera de Estados Unidos. Para eso me dieron un delantal especial con un letrero que señalaba el nombre y el precio del diario. Yo debía repartir 50 ejemplares por día. Esto también tiene un lado pintoresco, como yo era latinoamericano y allá eso se asocia en seguida con Harlem, me enviaron a venderlo en aquel barrio. Mi parada principal estaba en la esquina de la calle 125 y la sexta Avenida. Soporté muchas noches de intenso frío en esa encrucijada, y, a fines de diciembre, mi agotamiento nervioso era agobiante; el ciclo se había cumplido y mi admiración por la democracia norteamericana estaba definitivamente muerta”

Caminando por el bosque de Palermo –un raid silencioso que Justo emprende  cada mañana- recompone ahora los hitos más salientes de su aventura: fue ballenero, marino aficionado, jinete en una temprana odisea trasandina, mal estudiante, y, principalmente, parte integrante del movimiento de la Reforma universitaria de 1918: “Creía –recuerda- que la Reforma se extendería por América como un reguero de pólvora, trascendiendo los meros marcos estudiantiles, y esa esperanza constituyó todo un principio revolucionario porque adquirí conciencia social”. En algún tramo de autobiografía, advierte que debió vagar por Buenos Aires, escapar a las rejas doradas del caserón paterno en Belgrano y perderse en la Boca, en sus bodegones comme il faut, recalaje universal de una canalla pintoresca que “siempre  daba lo mejor de sí misma, algo que los burgueses  jamás otorgan”. Hombre de acción, Justo tiene toda la traza de un elefante americano curtido: alto, esbelto, no representa sus 70 años; a lo sumo se le darían 10 menos. Como gusta decir de sí mismo, es un argentino típico, con una pizca de sangre criolla –ojos aindiados- y otra de sangre inglesa. En el medio, verdaderos torrentes latinos: “Los Justo fueron Giusto alguna vez, y por otra parte de madre, Bernal, gente venida de Gibraltar”

El orgullo antropocéntrico y cierta dosis de coquetería lo mueven a jugar con las fechas: intenta ocultar la edad; destroza las décadas, trasiega episodios, duda, y, al fin, recompone satisfecho: “y…-vacila- habrá sido por el treinta, pongamos”. Es cierto, a veces la edad del hombre no es más que un subterfugio. Y Justo lo sabe.

Artículo publicado en Panorama, 16 de noviembre de 1972, pp. 30-31

 


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