La Tierra Maldita




La tierra maldita
Relatos bravíos de la Patagonia salvaje y de los mares australes.

Firmada con el seudónimo de Lobodón Garra

Primera Edición:
1932

Editorial:
Librerías Anaconda

 

 


Prólogo de La Tierra Maldita (Edición Eudeba, 1968)
por
Elías Castelnuovo


Aunque el autor de esta obra nació en la Capital Federal en 1902 y se crió en ella, cursando incluso aquí sus estudios superiores que abandonó en el tercer año de medicina, no es, como debería serlo, lógicamente, un hombre de ciudad. Por donde se lo mire, en efecto, no ofrece ninguno de los rasgos comunes al perfil y al sustrato del residente metropolitano. Alto, recio, áspero, la piel curtida, el semblante trabajado, es, más bien, un hombre de campo o un hombre de mar. Los dos libros de cuentos que lleva publicados, el primero apareció en 1932 y el segundo en 1955, no por casualidad, entonces, se desarrollan, uno en la Patagonia, entre el agua del océano y la madre tierra, y el otro en el Delta argentino, entre la tierra madre y el agua de los ríos. Ninguno de los dos en la ciudad propiamente dicha, como si en el fondo de su ser hubiese un desacuerdo o una resistencia contra el lugar o contra la atmósfera de su nacimiento.

Semejante evasión del entorno ciudadano se debe, tal vez, al influjo que ejercieron en él sus antecedentes de familia, pues hubo en su linaje, por vía materna, un campesino que se instaló en Río Negro, antes de la Independencia, en 1780, siendo con otros más, uno de los primeros pobladores estables de la Patagonia, así como también un marino inglés, que se estableció más tarde en la misma zona del territorio, y quien, luego de cumplir la hazaña de dar la vuelta al mundo en La Argentina, primera nave vernácula armada en corso que efectuó semejante travesía enarbolando nuestro pabellón al mando de Buchardo, acompaño después en la Beagle a la expedición científica encabezada por el navegante Fitzroy y el naturalista Darwin durante sus investigaciones por la Antártica.

Ya en su mocedad, entonces, el autor sintió el llamado de la voz de su raza y empezó a navegar como lo habían hecho sus antepasados más remotos. Hizo viaje tras viaje hasta colmar su sed de conocer los lugares más distantes y recónditos de la patria. En 1925, por ejemplo, a bordo del petrolero Ministro Ezcurra, unidad de la armada nacional, luego de varias semanas de navegación con mar gruesa, llegó hasta el farallón más apartado de nuestra geografía, la Isla de los Estados, célebre reducto militar por haber sido el más siniestro de todos los presidios argentinos, suprimido, y clausurado en 1903 a raíz de una violenta sublevación de la colonia penal que arrasó con todas sus instalaciones.

En 1928 repitió un nuevo crucero, esta vez de mayor duración, recorriendo toda la zona lacustre meridional y las estancias que se extienden sobre ambas faldas de la cordillera, internándose, por último, en los montes y en las selvas agrestes y enmarañadas que circundan los dos flancos del gigante andino.

Esta fue, sin embargo, la primera parte de su circunnavegación. La segunda la inició en 1930, embarcándose en Montevideo, en la tercera clase del vapor Orduña, rumbo a Tierra del Fuego, haciendo escala en las Islas Malvinas para arribar luego a Punta Arenas, puerto libre de la república trasandina, desde donde siguió viaje en el Porvenir, escampavías de la escuadra chilena encargado de patrullar el Estrecho de Magallanes hasta la Isla de Ambarino y el Cabo de Hornos en misión oficial de vigilancia.

Vuelto al punto de partida, tomó pasaje en un buque ovejero, el navío más hediendo que alista la marina mercante, con destino a Bajo Piragua y Puerto Montt, atravesando, en medio de los acantilados negros y desiertos del Pacífico, los canales Smith, Sarmiento y Messier. Dos años después, partió de Buenos Aires hacia los mares australes en un ballenero de una compañía pesquera, navegando entre tormentas de granizo y témpanos flotantes, camino a las islas Orcadas, y continuando desde allí con su peregrinaje hasta recalar en las Georgias del Sur, donde participó, como simple grumete, de la pesca de ballenas y de la cacería de renos, regresando finalmente  a Bahía Blanca en las bodegas de un barco de carga de matrícula inglesa.

Fruto doloroso de esta larga y dramática vivencia, fue su libro primigenio de cuentos, La tierra maldita, que hoy publica esta editorial, y cuyo título se lo sugirió el mismo Darwin, quien bautizó así a la Patagonia cuando cruzó esa región en 1833.

Todos los relatos que forman el volumen, consecuentemente, transcurren en medio de esas soledades de piedra y arena volcánica que recorriera el autor en su juventud, y sus personajes, extraños algunos, desconcertantes otros, pero rudos y varoniles todos, por no decir bárbaros, más que personajes son hombres, que no es igual, hombres en toda la desnudez del diccionario, despojados de todas las inhibiciones y subterfugios de la civilización, hombres que si hay que robar roban y si hay que matar, matan, y que, por lo mismo, no caben dentro del marco  de una literatura de ficción, a causa de que están reproducidos al crudo, sin ficción y sin literatura, tal cual son, con la más franca y rotunda naturalidad.

El ambiente físico donde se mueven estas criaturas, un clima de selección, para hombres también, con sus vientos huracanados y sus borrascas de escarcha y de nieve, con sus ventisqueros en la cumbre del paisaje y su mar rompiente en la llanura, con sus temporales que soplan a doscientos kilómetros por hora y sus temperaturas que descienden  hasta treinta y cuatro grados bajo cero, está reproduciendo, asimismo, con idéntica fidelidad e idéntica reciedumbre, mediante tintas planas, a pincelazos o con un punzón como se graban las aguafuertes. Todo ello matizado e instrumentado por la fauna rugiente del Atlántico, pródiga en tiburones, focas, cetáceos y otros monstruos marinos.

Claro está que ara lograr una ejecución tan limpia y escueta, tan vigorosa y patética, se requiere una herramienta adecuada y un brazo capaz de manejarla, como también una sensibilidad y un intelecto dotados de igual precisión y paralela destreza. La fuerza de estos relatos, con todo, no reside en la forma de acomodar las palabras, en su estilo literario, que pasa inadvertido por la sencillez de su composición, sino en la forma de presentar los hechos y en el estilo de su vida. Por más que disimule y evite su presencia en la narración, el autor fue, sin disputa, uno de los tantos protagonistas que describe, y quizá, el principal de todos, pues de no haber vivido entre ellos y haber sufrido sus angustias y penurias, no los hubiese dado a conocer y nadie los habría conocido.

Su segundo libro de cuentos, Río Abajo, también fue el producto de otra experiencia personal. En 1945 adquirió un predio en los confines del Delta, a orillas del arroyo Brazo Chico, La Maciega, cuatrocientas hectáreas de tierra de aluvión, atorada de pajonales y monte blanco, y comenzó a drenar el terreno y a plantar sauces y álamos, un día y otro día, hasta llenar de árboles toda la superficie del solar. Para surtirse de víveres o de enseres, disponía de un lanchón a motor en el cual viajaba a San Fernando, bajando por el Paraná Guazú, solo, como de costumbre, sin ningún acompañante a bordo, debiendo desempeñarse simultáneamente como marinero raso y como timonel. Surcando las aguas sucias y barrosas de los ríos y de los canales, plantando y desmontando álamos y sauces, abriendo zanjas y matando ratas, hurgando las costumbres y la psicología de los isleños y sondeando el suelo y el subsuelo se pasó diez años  seguidos en esa comarca, y si no llegó a descubrir petróleo después de tan prolongada estadía, ello se debió a que allí no hay más que mosquitos y gas de pantano. De cualquier modo, esos diez años de exilio y de contracción al trabajo, le sirvieron para retemplar su carácter y enriquecer su inteligencia, y sobre todo para acumular el material necesario y escribir entretanto el libro aludido, hermano de sangre del anterior, con el mismo olor a selva y la misma garra.

No sería aventurado afirmar a esta altura, en consecuencia, que entre los dos antecesores ya citados –el campesino que pobló la Patagonia y el marino que acompañó a Buchardo en su odisea- se repartieron el destino del autor, llevándolo de la mano por las dos rutas más saludables del mapa –el agro y el mar-, y gracias a lo cual obtuvo él una formación espiritual sólida, de gran cohesión y resistencia. De lo contrario, a lo mejor, hubiese sido un general o un presidente de la República como el padre, y lo hubiéramos perdido como luchador y como literato.

Bajo el título de Prontuario, publicó además su autobiografía, donde relata su vida con similar espontaneidad, deteniéndose principalmente, sin embargo, no en fijar sus puntos de vista con referencia a su persona, sino a la sociedad, cuya historia y evolución estudió a fondo. Desde muy temprano se preocupó seriamente por los problemas sociales en su faz teórica y en su faz práctica, o sea: por la situación de las masas desheredadas, por la injusta distribución de las riquezas y por la explotación del hombre por el hombre. De suerte que, de escritor contemplativo se convirtió paulatinamente en un sociólogo militante. Por momentos, en un sociólogo proletario y, por momentos, en un sociólogo universitario que se presenta a optar una cátedra en esa materia en la Facultad de Filosofía y Letras de Buenos Aires, como lo hizo recientemenete.

Su producción en el campo de la sociología es tanto o más importante  que su producción en el terreno de las letras. Aparte de innumerables folletos, dio a publicidad dos volúmenes de ensayos, Ni trotsquismo ni stanilismo: marxismo, y Pampas y lanzas, deviniendo este último, a nuestro juicio, lo más brillante y sustancial de toda su labor escrita. Se trata de una revisión histórica, o mejor, de una radiografía de la historia nacional, basada en una documentación inobjetable, donde se desmenuza sin contemplación alguna la trayectoria del héroe máximo de la guerra civil, el gaucho, y de su contrafigura en las campañas del desierto, el indio, a quien se privó mediante la artillería que formara parte de nuestra nacionalidad. De la misma manera descarnada que analiza a los personajes reales del proceso político y económico de la Nación. Y lo que más le apasiona en todos los casos no son los acontecimientos en su versión anecdótica o épica, sino la verdad de lo acontecido.

Si lo quisiéramos situar literariamente al autor, tendríamos forzosamente que ubicarlo dentro de la tradición más genuina y representativa de nuestra literatura, junto a Florencio Sanchez, a Horacio Quiroga y a Benito Lynch, las tres expresiones más auténticas de las letras nativas surgidas en el Río de la Plata. No solamente se parece a ellos por la naturalidad de su estilo, por su lenguaje llano y directo, por la veracidad de sus observaciones y por su temperamento dramático, sino que se les parece también por la forma de encarar y llevar su vida. los tres autores mencionados, en efecto, fueron pésimos estudiantes como él, y conocieron el rigor y la dureza del trabajo manual –el primero fue canastero, el segundo plantador y ceramista y el tercero laborante de campo-, salvándose así los cuatro de caer en el parasitismo licuefaciente y anodino del intelectual químicamente puro, y pudiendo pintar, en consecuencia, el esfuerzo de los que trabajan –que son los únicos verdaderos protagonistas del progreso del país-, con la probidad y el empuje que les suministró la dinámica de su propia existencia.

No se quiere decir con ello, claro está, que el trabajo sea una fórmula infalible para producir  un escritor de fibra, pero es indudable que el trabajo le comunica al escritor una disciplina y un conocimiento del mundo y del hombre que no lo podrá adquirir nunca ningún claustro de estudio, aunque repita siete veces sus siete años de universidad. 

Sea como fuere, lo importante es que el escritor que vive en un país, refleje e interprete la realidad de la vida de su país, las condiciones de su pueblo y alma de su raza.

 

 


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